Nuestra Carilda en dos tiempos |
Por Eduardo
Muchos en Cuba le adoran con delirio, pero nunca la han conocido en persona. Yo crecí viéndola pasar frente a mi casa todos los días. A pesar de los años transcurridos, todavía me parece verla caminar por nuestra Calzada de Tirry, saludando a cuanta persona por humilde que fuese se cruzara en su camino. Todos los niños nos quedábamos embobados cuando la veíamos, destilando por doquier esa elegancia y esa femineidad que mantiene intactas a pesar de todos los avatares de la vida y el tiempo. Por aquel entonces su cabellera rubia flotaba al aire cual si fuese una catarata de oro, y sus ojos, a los cuales muchos de los grandes poetas cubanos dedicaron un sinnúmero de versos, refulgían con un azul solo comparable al de la bahía que ella tanto ama.
Su segundo esposo, fallecido inexplicablemente, cuando por su complexión hercúlea y afición a los deportes, era el paradigma de muchos niños del barrio aspirantes a hombres fuertes, fue el primero que me habló de las artes marciales.